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Bajar la basura

Son cerca de las diez de la noche y estoy en casa de mi padre, que duerme.

Me quedo a dormir con él dos o tres noches a la semana, porque a veces se despierta desorientado y estamos todos más tranquilos si hay alguien más en casa.

He entrado en la cocina y he visto que la bolsa de basura estaba rebosando, así que he bajado a tirarla.

Caminaba los cincuenta metros quizás que hay desde el portal a los contenedores, y me ha llamado la atención ver a un hombre en silla de ruedas. Me he alarmado un poco, porque la cabeza caía ladeada sobre su pecho, como si estuviera inconsciente. Hace bastante frío, para el estándar de esta ciudad industrial junto al Mediterráneo.

Se me ha pasado por la cabeza que el inválido se haya desvanecido y necesite ayuda, y repaso alarmado mi checklist de actuación en un caso de emergencia: me he dejado el teléfono móvil en casa, compruebo mortificado. Tendré que volver, si mi temor es cierto… pero en ese momento el hombre se despierta, levanta la cabeza y empieza a moverse, con dificultad, pero aparentemente sano.

Aliviado, paso a su lado, llego al contenedor con ligereza y me libero de la otra carga que traía desde casa.

Un muchacho con aspecto magrebí pasa a mi lado, pisa algo metálico que resuena y se para en seco. Se me pasa por la cabeza que haya peligro, que se trate de un asalto, ya que el muchacho se agacha a recoger lo que ha pisado. La estrategia es no pasar antes que él, aunque sea a costa de parecer desorientado en un momento tan simple como este, que ha de estar completamente interiorizado por el hábito. Me da igual; no quiero concederle ninguna ventaja. El caso es que se trataba de un picaporte, me lo enseña tímidamente antes de tirarlo al contenedor. Él sigue en otra dirección. Yo vuelvo sobre mis pasos, y de nuevo veo al inválido.

Está otra vez parado. Apenas ha avanzado unos metros. Es un hombre deforme, grueso pero estrecho de hombros. Es como si su cuerpo se hubiera desplomado por su propio peso sobre la silla, sin una estructura interior capaz de mantener la forma humana, que se acumula como una montaña de tierra. Su cabeza tiene una frente huidiza, como la del abuelo de los Simpson. Me hace gracia el parecido, pero estoy llegando a su altura y dudo sobre si ofrecerle ayuda o pasar de largo.

Gana la primera opción. Me detengo a su lado y le pregunto: «¿Necesita ayuda?».  Con dificultad, me explica que no, que es que se queda dormido, que se ha dejado los guantes y le resbalan las manos en los fríos aros de las ruedas. Además, vive en la portería de al lado. «Si quiere, le puedo acercar a su casa. A este paso, va a llegar cuando amanezca», bromeo, para hacerlo un poco más fácil.

Él titubea, pero acepta mi ayuda. Empujo la silla con ganas, aliviado de poder hacer algo concreto. Algo por él, pero también por mí. No tardo más que unos segundos en llegar hasta su casa. El hombre me da las gracias, con una gratitud humilde que parece incómoda, poco utilizada. Me da la sensación de que le emociona una ayuda desacostumbrada, y me hace sentir un poco incómodo también. Abre la puerta con dificultad, pero este gesto sí que es habitual, aunque le resulte costoso. Se levanta de la silla, sin poder incorporarse del todo, y la pliega antes de meterse en la portería con ella.

Ahí dejo de ser el buen samaritano y vuelvo a ser un hombre que bajó a tirar la basura. Camino esos pocos metros a mi portería con una sensación de alivio, considerando con mala conciencia qué poca importancia le doy al hecho de tener estas piernas, aún ágiles y ligeras.

En el ascensor, me abruma súbitamente una sensación de congoja, una angustia opresiva. Siento una pena enorme, un dolor de la vida, la sensación de insoportable injusticia que la existencia lleva consigo, con una cruel naturalidad.

Afortunadamente, llego a casa y aquí está mi ordenador, y la televisión encendida, y una película francesa de los años 60 donde una bella y joven actriz recrea una ficción amable.

Pronto me iré a dormir.

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El funeral de Laura

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Aún estaba el cura recitando el responso por Laura, antes de meterla en el nicho para siempre, cuando se levantó una ligera brisa en el cementerio. Al principio Arturo no se dio cuenta; el dolor le tenía enclaustrado. Pero la brisa arreció, y trató de arrebatar la estola al cura. Éste, al pugnar por evitarlo, interrumpió bruscamente su oración. El repentino silencio devolvió a Arturo al cementerio, y le hizo advertir la creciente agitación de las ramas de los árboles. Quizás la naturaleza había reparado bruscamente en la monstruosidad de su pérdida y se había enajenado a su vez, solidaria con su pena.

La ceremonia continuó con cierta precipitación, ya que la ligera brisa se volvía ventisca. Sin embargo, Arturo se sentía reconfortado, una vez reconocida la extraña empatía que le brindaba ese mundo esencial, que Laura tanto había amado, con su propio dolor. Ahora incluso ese dolor le parecía más liviano.

Por su parte el cura, más preocupado por conservar estola y bonete que por asegurar la recepción de Laura en el reino de los justos, despidió apresuradamente a los presentes, y Arturo, tras recibir una última tanda de pésames, empezó a caminar hacia su casa.

El vendaval le obligaba a ir inclinado, sujetando su sombrero y su gabardina. Cerró la puerta, y antes de que le ganase la tranquilidad de estar en su hogar, una idea repentina le sobresaltó. Corrió hacia el fondo del piso, advirtiendo con creciente inquietud que las cortinas de las ventanas se agitaban furiosas. Cuando llegó al despacho, vio el desastre y cerró los ojos, golpeando su coronilla contra la pared a sus espaldas.

La ventana estaba abierta. Dios. Todos los papeles que había sobre la mesa estaban revoloteando; muchos de ellos escapaban por la ventana. Y eran toda su vida: ahí estaba desparramada toda la documentación que había tenido que rescatar de estanterías y armarios para encontrar la póliza del seguro de defunción, negligentemente escondida entre hipotecas, contratos, certificados y garantías de compra. Todo, todo había volado. No tuvo fuerzas para cerrar la ventana, sólo supo dejarse resbalar apoyado en la pared hasta acurrucarse en el suelo, donde quebró su alma en sollozos.

Entretanto, los papeles volaban libres, oteando el crepúsculo, entre alegres cabriolas, ignorantes y ufanos. Las notas escolares de Laura, el resguardo de la selectividad, su título de médico, hojas de salarios, partida de nacimiento, fotografías de la boda, de los viajes a París y a México, en fin, todos los documentos y recuerdos, en feliz algarabía, disfrutaban de su libertad, tras vivir largos años de lóbrego calabozo administrativo.

La fuerza del vendaval los empujaba contra el risco que protegía la ciudad, obligándoles a elevarse y a elevarse cada vez más. Por fin, la vida de Laura, si hubiera podido ver a través de la mirada de sus papeles errantes, habría reconocido los molinos eólicos que coronaban el acantilado, y que llevaban un buen rato girando a pleno rendimiento. Hacia uno de ellos se encaminó Laura en su forma de blanca naturaleza fragmentada, y durante un rato estuvo jugando, enredada entre sus palas, antes de alejarse despreocupada, dispersándose hacia el horizonte.

En el despacho de Arturo, todo había acabado. No quedaba un solo papel en su sitio. La vida pasada había desaparecido, con la crueldad añadida de la pérdida de sus testimonios queridos. Se acabó, se acabó, musitaba. Con desgana el crepúsculo se convirtió en noche, y Arturo seguía sentado e inmóvil en la oscuridad, sin moverse del suelo. Un buen rato más tarde salió de su estupor y comprendió que no tenía sentido seguir atrapado en ese dolor insoportable. Alzó lentamente su mano y prendió la luz.

Con la luz llegó una sorpresa: volvió a recordar a Laura, de una forma inexplicablemente feliz. La vio viva y alegre, como cuando revoloteaba por el despacho, bromeando sobre los años que tardarían en pagar la hipoteca, abrazándole por detrás mientras él hacía números, trayéndole un vaso de zumo bien fresco.

Una parte de Laura, la Laura que había huido despreocupada hacia el horizonte, se había enredado en las palas del molino eólico, había subido al tiovivo de la turbina y se había deslizado por los cables eléctricos subterráneos como si fueran un inacabable tobogán acuático. A la eléctrica Laura no le había costado encontrar el camino de vuelta a su domicilio, y solo tuvo que esperar, paciente, a que Arturo le permitiera volver a entrar. Y ahora esa parte de Laura, convertida en luz, le miraba desde la bombilla, con indulgencia, tratando de animarle.

Y, por primera vez en dos días, Arturo sintió una extraña sensación de consuelo, un alivio inimaginable. Nunca olvidaría a Laura. Ella no había muerto; ella no había volado fragmentada en sus papeles. Laura viviría para siempre en sus recuerdos, y éstos solo se irían con él.

Se levantó y cerró la ventana, y en ese momento amainó el viento.